El Padre Luis Amigó y Ferrer, fue sin duda un hombre habitado por el Espíritu. Entre los muchos rasgos que así lo demuestran, destacamos algunos:
La infancia y primera juventud de José María Amigó y Ferrer, probadas por el sufrimiento, dejaron en él la “marca” de la misericordia de Dios, del “salir” de sí mismo para ver las necesidades del prójimo.
Luis Amigó, un hombre de oración, colgado de la mano de Dios, confiando siempre en la providencia divina. Un hombre agradecido, viendo en todo la voluntad del Señor en su vida.
Un hombre afectuoso, cercano, con sentido del humor, sereno, de una gran fortaleza, con una sensibilidad fuera de lo común que le llevaba a respetar, apreciar y valorar profundamente a las personas.
Un hombre que mira, escucha la realidad, se deja afectar por ella y discierne la mejor manera de responder con creatividad, a la necesidad, a los signos de los tiempos, siempre “para mayor gloria de Dios”, que es el bien de la persona.
Un hombre apasionado, misericordioso y compasivo ante el sufrimiento, la muerte, el desamparo… resolutivo, arriesgado, con visión de futuro, mirando siempre hacia adelante, apoyado en la fuerza de haber entregado la vida al Señor, al servicio de los más débiles.
Un hombre con capacidad de ilusionar, entusiasmar y comprometer a muchas personas en el seguimiento de Jesús.
Un hombre que mostró el perdón y la paz como signos de la vida evangélica y franciscana.
Luis Amigó fue un capuchino obediente, pero enérgico; un religioso sencillo, viviendo en minoridad y fraternidad; un padre amoroso, como fundador de sus dos congregaciones; un pastor vigilante y entregado como obispo en las diócesis donde fue asignado, hasta el final de sus días.
La Introducción a su Autobiografía, escrita por Mons. Javier Lauzurica, quien fuera su gran amigo, recoge un bello retrato de nuestro Fundador: “El fondo de su ser, la paz; su vestidura, la humildad. Fue su vida correr manso de un río, sin declives pronunciados ni desbordamientos que rebasan el cauce. A su paso florecieron las flores de toda virtud: la caridad, la pobreza, la humildad, la obediencia, la austeridad, el sacrificio... La bondad de su hermosa alma se le irradiaba en la sonrisa, que iluminaba su rostro; sonrisa que ni la muerte pudo borrar. Poseyó, como pocos, el raro don de una vida inalterablemente serena, sin relieves, sin deslumbramientos, callada en la superficie pura de profundo cauce espiritual…”