Extracto de la contemplación de la belleza

Cristo crucificado
VELÁZQUEZ, DIEGO RODRÍGUEZ DE SILVA Y
Copyright de la imagen ©Museo Nacional del Prado

Joseph Ratzinger

Cada año, en la Liturgia de las Horas del tiempo de Cuaresma, me vuelve a conmover una paradoja de las Vísperas del lunes de la segunda semana del Salterio. Allí, una junto a la otra, se encuentran dos antífonas, una para el tiempo de Cuaresma y otra para la Semana santa. Ambas introducen el salmo 44, pero lo hacen con claves interpretativas radicalmente contrapuestas. El salmo describe las nupcias del Rey, su belleza, sus virtudes, su misión y, a continuación, exalta la figura de la esposa. En el tiempo de Cuaresma, introduce el salmo la misma antífona que se utiliza durante el resto del año. El tercer versículo reza: «Eres el más bello de los hombres; en tus labios se derrama la gracia».

Está claro que la Iglesia lee este salmo como una representación poético-profética de la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia. Reconoce a Cristo como el más bello de los hombres; la gracia derramada en sus labios manifiesta la belleza interior de su palabra, la gloria de su anuncio. De este modo, no sólo la belleza exterior con la que aparece el Redentor es digna de ser glorificada, sino que en él, sobre todo, se encarna la belleza de la Verdad, la belleza de Dios mismo, que nos atrae hacia sí y a la vez abre en nosotros la herida del Amor, la santa pasión («eros») que nos hace caminar, en la Iglesia esposa y junto con ella, al encuentro del Amor que nos llama. Pero el miércoles de la Semana santa, la Iglesia cambia la antífona y nos invita a leer el salmo a la luz de Isaías: «Sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, con el rostro desfigurado por el dolor» (53, 2). ¿Cómo se concilian estas dos afirmaciones? El «más bello de los hombres» es de aspecto tan miserable, que ni se le quiere mirar. Pilatos lo muestra a la multitud diciendo: «Este es el hombre», tratando de suscitar la piedad por el Hombre, despreciado y maltratado, al que no le queda ninguna belleza exterior. San Agustín, que en su juventud escribió un libro sobre lo bello y lo conveniente, y que apreciaba la belleza en las palabras, en la música y en las artes figurativas, percibió con mucha fuerza esta paradoja y se dio cuenta de que en este pasaje la gran filosofía griega de la belleza no sólo se refundía, sino que se ponía dramáticamente en discusión: habría que discutir y experimentar de nuevo lo que era la belleza y su significado. Refiriéndose a la paradoja contenida en estos textos, hablaba de «dos trompetas» que suenan contrapuestas, pero que reciben su sonido del mismo soplo de aire, del mismo Espíritu. Él sabía que la paradoja es una contraposición, pero no una contradicción. Las dos, afirmaciones provienen del mismo Espíritu que inspira toda la Escritura, el cual, sin embargo, suena en ella con notas diferentes y, precisamente así, nos sitúa frente a la totalidad de la verdadera Belleza, de la Verdad misma

Del texto de Isaías nace, ante todo, la cuestión de la que se han ocupado los Padres de la Iglesia: si Cristo era o no bello. Aquí se oculta la cuestión más radical: si la belleza es verdadera o si, por el contrario, la fealdad es lo que nos conduce a la profunda verdad de la realidad. El que cree en Dios, en el Dios que precisamente en las apariencias alteradas de Cristo crucificado se manifestó como amor «hasta el final» (Jn 13, 1), sabe que la belleza es verdad y que la verdad es belleza, pero en el Cristo sufriente comprende también que la belleza de la verdad incluye la ofensa, el dolor e incluso el oscuro misterio de la muerte, y que sólo se puede encontrar la belleza aceptando el dolor y no ignorándolo.

La profundidad de la herida revela ya cuál es el dardo, y la intensidad del deseo deja entrever, quien ha lanzado la flecha».

La belleza hiere, pero precisamente de esta manera recuerda al hombre su destino último. La belleza es conocimiento, ciertamente; una forma superior de conocimiento, puesto que toca al hombre con toda la profundidad de la verdad. En esto Kabasilas sigue siendo totalmente griego, en cuanto que pone el conocimiento en primer lugar. «Origen del amor es el conocimiento – afirma-; el conocimiento genera amor».

El verdadero conocimiento se produce al ser alcanzados por el dardo de la Belleza que hiere al hombre, al vernos tocados por la realidad, «por la presencia personal de Cristo mismo», como él afirma. El ser alcanzados y cautivados por la belleza de Cristo produce un conocimiento más real y profundo que la mera deducción racional. Ciertamente, no debemos menospreciar el significado de la reflexión teológica, del pensamiento teológico exacto y riguroso, que sigue siendo absolutamente necesario. Por ello despreciar o rechazar el impacto que la Belleza provoca en el corazón suscitando una correspondencia como una verdadera forma de conocimiento empobrece y hace más árida tanto la fe como la teología. Nosotros debemos volver a encontrar esta forma de conocimiento. Se trata de una exigencia apremiante para nuestro tiempo.

Cuando nos dejamos conmover por el icono de la Trinidad de Rublëv en el arte de los iconos, al igual que en las obras de los grandes pintores occidentales del románico y del gótico, se hace visible partiendo de la interioridad, y se puede participar en ella. Pavel Evdokimov ha descrito de manera significativa el recorrido interior que supone el icono. El icono no es simplemente la reproducción de lo que perciben los sentidos; más bien, supone lo que él define como «un ayuno de la mirada». La percepción interior debe liberarse de la mera percepción de los sentidos para, mediante la oración y la ascesis, adquirir una nueva y más profunda capacidad de ver; debe recorrer el paso de lo que es meramente exterior a la realidad en su profundidad, de manera que el artista vea lo que los sentidos por sí mismos no ven y, sin embargo, aparece en el campo de lo sensible: el esplendor de la gloria de Dios, «la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo» (2 Co 4, 6). Admirar los iconos, y en general los grandes cuadros del arte cristiano, nos conduce por una vía interior, una vía de superación de uno mismo y, en esta purificación de la mirada, que es purificación del corazón, nos revela la Belleza, o al menos un rayo de su esplendor. Precisamente de esta manera nos pone en relación con la fuerza de la verdad. A menudo he afirmado que estoy convencido de que la verdadera apología de la fe cristiana, la demostración más convincente de su verdad contra cualquier negación, se encuentra, por un lado, en sus santos y, por otro, en la belleza que la fe genera. Para que actualmente la fe pueda crecer, tanto nosotros como los hombres que encontramos, debemos dirigirnos hacia los santos y hacia lo Bello.

Pero ahora es preciso responder a una objeción: Reviste hoy más importancia: el mensaje de la belleza se pone radicalmente en duda a través del poder de la mentira, la seducción, la violencia y el mal. ¿Puede la belleza ser auténtica o, en definitiva, no es más que una vana ilusión? ¿La realidad no es, acaso, malvada en el fondo?

El miedo a que el dardo de la belleza no pueda conducirnos a la verdad, sino que la mentira, la fealdad y lo vulgar sean la verdadera «realidad», ha angustiado a los hombres de todos los tiempos. En la actualidad esto se ha reflejado en la afirmación de que, después de Auschwitz, sería imposible volver a escribir poesía, volver a hablar de un Dios bueno. Muchos se preguntan: ¿dónde estaba Dios mientras funcionaban los hornos crematorios? Esta objeción, para la que existían ya motivos suficientes antes de Auschwitz en todas las atrocidades de la historia, indica que un concepto puramente armonioso de belleza no es suficiente. No sostiene la confrontación con la gravedad de la puesta en entredicho de Dios, de la verdad y de la belleza.

De esta manera volvemos a las «dos trompetas» de la Biblia de las que habíamos partido, a la paradoja por la cual se puede decir de Cristo: «Eres el más bello de los hombres» y «sin figura, sin belleza (…) su rostro está desfigurado por el dolor». En la pasión de Cristo la estética griega, tan digna de admiración por su presentimiento del contacto con lo divino que, sin embargo, permanece inefable para ella, no se ve abolida sino superada. La experiencia de lo bello recibe una nueva profundidad, un nuevo realismo. Aquel que es la Belleza misma se ha dejado desfigurar el rostro, escupir encima y coronar de espinas. La Sábana santa de Turín nos permite imaginar todo esto de manera conmovedora. Precisamente en este Rostro desfigurado aparece la auténtica y suprema belleza: la belleza del amor que llega «hasta el extremo» y que por ello se revela más fuerte que la mentira y la violencia.

Quien ha percibido esta belleza sabe que la verdad es la última palabra sobre el mundo, y no la mentira. No es «verdad» la mentira, sino la Verdad. Digámoslo así: un nuevo truco de la mentira es presentarse como «verdad» y decirnos: «más allá de mí no hay nada, dejad de buscar la verdad o, peor aún, de amarla, porque si obráis así vais por el camino equivocado». El icono de Cristo crucificado nos libera del engaño hoy tan extendido. Sin embargo, pone como condición que nos dejemos herir junto con él y que creamos en el Amor, que puede correr el riesgo de dejar la belleza exterior para anunciar de esta manera la verdad de la Belleza.

De todas formas, la mentira emplea también otra estratagema: la belleza falaz, falsa, que ciega y no hace salir al hombre de sí mismo para abrirlo al éxtasis de elevarse a las alturas, sino que lo aprisiona totalmente y lo encierra en sí mismo. Es una belleza que no despierta la nostalgia por lo Indecible, la disponibilidad al ofrecimiento, al abandono de uno mismo, sino que provoca el ansia, la voluntad de poder, de posesión y de mero placer.

Es bien conocida la famosa pregunta de Dostoievski: «¿Nos salvará la Belleza?». Pero en la mayoría de los casos se olvida que Dostoievski se refiere aquí a la belleza redentora de Cristo. Debemos aprender a verlo. Si no lo conocemos simplemente de palabra, sino que nos traspasa el dardo de su belleza paradójica, entonces empezamos a conocerlo de verdad, y no sólo de oídas. Entonces habremos encontrado la belleza de la Verdad, de la Verdad redentora. Nada puede acercarnos más a la Belleza, que es Cristo mismo, que el mundo de belleza que la fe ha creado y la luz que resplandece en el rostro de los santos, mediante la cual se vuelve visible su propia luz.

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