Una historia regalada: Testimonio y fuerza profética

Las bienaventuranzas son, sin lugar a dudas, la síntesis más perfecta del Evangelio y la expresión más lograda de su escala de valores. En ellas está contenida, y expresada con la profundidad propia de la poesía, la verdad que Cristo vino a revelar al mundo. Una verdad que libera profundamente al hombre. Una verdad que madura a la persona en su humanidad. Una verdad que es, en definitiva, el amor

Sólo quien aprende a amar madura integralmente. Hecho el hombre a imagen y semejanza de un Dios que es Amor, es el amor, la única base sobre la que puede cimentarse y construirse una equilibrada y feliz personalidad. Pero la lección del amor es difícil de aprender. El egoísmo, raíz de toda equivocación vital, tiende a revestir con el manto de la entrega y de la apertura a los otros, lo que a veces es solamente provecho personal o posesión y dominio de los demás por eso, las bienaventuranzas, al transmitir el mensaje de una verdad fundada en el amor, se van deteniendo en los matices que hacen del amor, una verdad. Y vienen a decirnos que el amor es tal si está entretejido de donación del propio ser y tener, de servicio a los demás, de fortaleza para morir a lo propio y crear comunidad con los otros, de justicia según el plan original de Dios sobre el hombre y la sociedad, entrega preferencial por los más necesitados, de generosidad y limpieza de intenciones y de una gran paz interior y exterior. Este mensaje de la verdad como amor y del amor de verdad es, sin embargo, profético por su propia naturaleza y crea divisiones y luchas tanto más fuertes y violentas, cuanto más fundada está una sociedad en consumismos, en ansias de poder, en injusticias legalizadas o en otras múltiples formas de egoísmos personales e, incluso, estructurales. La libertad siempre tiene un precio. Y el precio a pagar por la libertad evangélica, por la verdad y justicia sobre el hombre y la sociedad, es la persecución. La octava bienaventuranza, compendio y conclusión de las otras siete, es muy clara: Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos, bienaventurados seréis cuando los injurien, los persigan y con mentira toda dase de mal contra ustedes por mi causa. Allí donde la Iglesia es coherente con su mensaje es rechazada o perseguida. Y es tanto más rechazada o perseguida cuanto mayor es su coherencia. Las formas de persecución son, no obstante, muchas y variadas. Hay persecuciones más solapadas, y no por ello menos dañinas, que intentan ganarse el silencio de la Iglesia con ofertas y prebendas. Los que así actúan saben que más les vale una Iglesia pervertida que perseguida. Hay otras, realizadas con guante de seda, que no martirizan a la Iglesia, pero la amordazan y arrinconan en las sacristías. Y hay otras, como la sufrida en España durante la guerra civil, que son verdaderamente sangrientas. Estos diversos tipos de persecución signo permanente del anuncio del Reino acompañan a la Iglesia en su diario peregrinar por el mundo. Y la Congregación de Terciarias Capuchinas de la Iglesia y ciudadana en muy diversas culturas y naciones ha experimentado también en distintas épocas y países el riesgo de anunciar a Cristo y de colaborar en las construcción civilización del amor: Lo sucedido en España en 1936 es para las Terciarias Capuchinas una expresión muy importante de su fuerza profética, pero no la única ni, por supuesto, la última. China una aventura misionera.

No pasaron muchos años, y el propio Padre Fundador abrió de par en par esta puerta a sus hijas. El Señor le mandó un signo y él, hombre de fe, supo interpretarlo al momento. En 1903, sin nadie saber nada, llegó a Masamagrell una joven colombiana de buena posición que había tenido que escapar de casa para la llamada del Señor en la de Terciarias Capuchinas. Este hecho, unido a la petición que los capuchinos de la Guajira venían haciendo a las hermanas para que fuesen allí, fue suficiente para que la Congregación, animada por su Fundador, se decidiera a recorrer los caminos del mundo, anunciando a Cristo donde aún no era conocido. Y en 1905 salieron hacia Colombia las primeras misioneras. Años después, le tocó el turno a Venezuela. Y en 1929 iniciaban las Terciarias Capuchinas su apertura misionera a China. Las circunstancias de este nuevo viaje le conferían los tintes propios de una verdadera aventura. Las hermanas, escogidas entre las voluntarias, eran, como quería el P. Amigó, «sanas y robustas de cuerpo, constantes y fuertes en la fe» tenían un gran espíritu de amor, abnegación y sacrificio, pero se dirigían a un país del que desconocían la idiosincrasia, la cultura y el idioma. El 3 de noviembre de 1929 salen de Masamagrell las primeras elegidas. Se dirigen a la misión más pobre de China situada en la provincia de Kansú, la más extensa y occidental del país. Como hacían los misioneros de entonces, se despiden con un «hasta el cielo». El P. Amigó, anciano ya, no pudo contener las lágrimas. Sabía que no las volvería a ver. En los cinco años que aún vivió siempre tuvo para sus «chinitas» un cariño especial. Y cuando estando ya para morir recibe noticias de ellas, encuentra aún las fuerzas suficientes para aplaudir con debilidad y entusiasmo a la vez.

El 27 de enero de 1949, las últimas misioneras Terciarias Capuchinas en China fueron obligadas a abandonar el país. Su corazón, sin embargo, quedaba para siempre en aquel campo de evangelización, testigo de tantos trabajos, y alegrías no llegaron a derramar su sangre por Cristo, pero sufrieron en carne propia las consecuencias de una persecución desatada una vez más contra la fe cristiana.

Y este desafiar los peligros y dificultades, vivido con radicalidad por las hermanas durante el cólera de 1885, durante la guerra española de 1936, o durante la aventura misionera en China, ha continuado aflorando después cuando la gravedad de las circunstancias ha requerido un testimonio extremado de amor. El caso de Armero (Colombia) es una buena prueba de ello. Armero, fundado en el Departamento del Tolima el año 1895. Las Terciarias Capuchinas eran vecinas del pueblo desde 1956 cuando el obispo de Ibagué las invitó a establecerse allí con la única condición de que fueran santas. En 1985, el Colegio de la Sagrada Familia había alcanzado ya su verdadera madurez. Sin aumentar excesivamente el número de alumnos, sin perder el aire familiar que lo caracterizó desde sus inicios, había ido extendiendo su acción educativa y evangelizadora más allá de sus aulas, adentrándose en el ambiente familiar de sus alumnos e insertándose en la pastoral de conjunto de la Parroquia Las hermanas que regentaban el Colegio habían recibido ese año 1985 con una alegría especial. Se cumplía el primer centenario de la fundación de la Congregación. Las gentes de Armero, como tantas otras de la geografía mundial, se disponían a unirse gozosas a la celebración jubilar de sus queridas hermanas. Pero a poco de comenzar el año, negros presagios empezaron a cernirse sobre la población. El Nevado del Ruiz, el león dormido por mucho tiempo, empezó a dar señales de querer despertar de su letargo. Y Armero, como otros pueblos del contorno, empezó a vivir una larga pesadilla. Cuando en el mes de abril, la Superiora Provincial visitó a las hermanas, la situación era ya muy preocupante, el volcán arrojaba continuamente ceniza que cubría las casas y las calles del pueblo con un manto lúgubre y que obligaba a los habitantes a protegerse con pañuelos en la boca al salir al exterior. La Provincial, viendo el peligro que corrían las hermanas les pregunto:  ¿Saben que están en peligro de muerte que piensan hacer?

La comunidad, compuesta por las hermanas Bertalina Marín Arboleda, Julia Alba Saldarriaga Ángel, Emma Jaramillo Zuluaga, Marleny Gómez Montoya y Nora Engrith Ramírez Salazar (novicia), respondió unánime moriremos con el pueblo… Y si quedamos vivas, acogeremos en nuestra casa a todos los que tengan problemas de vivienda… esta casa es muy grande. La hermana Provincial, no obstante, viendo muy desmejorada a la novicia, le dijo: Norita, cuando vayas a ir de vacaciones, tendrás que quedarte en Medellín, te veo muy pálida. Pero la joven insistió: Déjame terminar el año acá. Estoy contenta. Yo siento que el Señor me pide quedarme aquí. El 13 de noviembre, al anochecer, sobrevino la catástrofe. Las caudalosas aguas provenientes del repentino deshielo de las nieves perpetuas del volcán arrasaron el pueblo. Al día siguiente, la radio y la prensa daban así la noticia de la tragedia: Armero es una playa… Armero ha desaparecido. De Armero no ha quedado nada. Las casas están sepultadas… Miles y miles de personas han muerto bajo el lodo. Dos de las hermanas, la superiora Bertalina y la novicia Nora Engrith, quedaron sepultadas para siempre en el gran cementerio en que se convirtió Armero. Una tercera, Julia Alba, falleció a los trece días en Bogotá, víctima de las heridas y sufrimientos producidos por la avalancha. Como en 1885, año de la fundación la Congregación, también ahora, en la celebración del primer Centenario, tres hermanas sellaban con la sangre su testimonio de amor a Dios en los hermanos. Pero el caso de Armero, no es el último testimonio de amor hasta el extremo que nos ofrece la reciente historia de las Terciarias Capuchinas. No habían transcurrido todavía dos años desde aquella catástrofe, cuando la Congregación se tiñe de nuevo de rojo en la persona de la hermana Inés Arango Nacida en Medellín (Colombia. Su gran ideal, desde niña, fue el de ser misionera en África o en Asia. Hubiera querido partir hacia las misiones nada más profesar, pero en el reloj de Dios no había llegado aún su hora. Tendría que esperar veinte años y pasar su primera época de vida religiosa dedicada a la enseñanza en su país natal. En 1977 su sueño misionero se hizo, por fin, realidad. Las Terciarias Capuchinas habían aceptado una obra misionera en la selva de Aguarico (Ecuador) y la hermana Inés iba en el grupo de las fundadoras. Era el 9 de marzo de 1977. Su primer destino Shushufindí. Poco tiempo estuvo, en agosto del mismo año, Inés va como responsable de una misión en Rocafuerte, que será desde entonces para ella el centro referencial de toda su actividad misionera en las tribus indígenas de los alrededores. Aquí conoció al padre capuchino Alejandro Labaka, con quien se sintió identificada desde el primer momento y con quien le unió una profunda y sincera amistad. La preferencia de ambos fueron las minorías: los Sionas, los Secoyas, los Quichuas, los Shuaras y, particularmente, los Huaorani. Alejandro e Inés, en su ilusión de anunciar a Cristo, se exigen cada vez más. Son conscientes de que un verdadero anuncio del Evangelio debe respetar la cultura indígena asumiendo sus valores. Y para conocer esos valores es necesario insertarse plenamente de su vida. En 1985, la Hermana Inés pide y obtiene permiso para irse a vivir por un tiempo entre Huaorani. La experiencia fue muy positiva e Inés la repitió en otras ocasiones. Cada día su espíritu misionero es más fuerte y comprometido. Está viviendo una madurez espiritual que asombra a los que la conocen. En 1987 tuvo lugar en Bogotá el III Congreso Misional Latinoamericano. Terminado el Congreso, Inés regresa rápidamente a Rocafuerte, reconfortada por las palabras de ánimo y la bendición de la hermana General Elena Echavarren. Ha logrado el permiso y tiene ilusión por emprender cuanto antes un viaje hacia los Tagaeri, último reducto no explorado aún de los Huaorani. La víspera del viaje se despide así: Laura, me voy para los Tagaeri. Le pregunta Laura: ¿tienes miedo? ¿Y si te matan? -¡»ah!, tranquilas, muero feliz. -De verdad, Inés, ¿no te da miedo? No, porque si muero, muero como me lo pida el Señor. En su carta escribía si muero muero feliz y ojalá nadie sepa nada de mí no busco nombre ni fama Dios lo sabe…Siempre con todos, Inés.

Sin duda, dentro de la historia martirial la mejor corona para Rosario, Serafina y Francisca, nuestras beatas mártires es y será, sin lugar a duda, el sentirse y verse rodeadas por las hermanas que en Masamagrell y Benaguacil les precedieron en 1885 con su testimonio de amor y por aquellas otras que, posteriormente, en China,  Armero y Aguarico han contribuido a hacer la historia de las Terciarias Capuchinas un poema de fortaleza y de ternura, haciendo vida el lema de: Amor abnegación y sacrificio.

Hna. Sylvia Yolanda Muñoz Muñoz, tc

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