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Bienvenido, el Adviento del año de la esperanza

Este año, nos toca el verbo de la espera hecho palabra clara: ¡ESPERARTE!, y al esperarte, descubrir que la espera no es ausencia, sino presencia pulida por la memoria de lo que vendrá. No es un silencio que cae, sino una respiración que se afina, un paso que se ordena, una vela que se enciende con paciencia. Bienvenido, Adviento, año de la esperanza: que tu llegada no sea un susurro que se pierde en la multitud de los días, sino una promesa que se asienta en el pecho, un pulso que marca el rumbo.

Habitar este Adviento es habitar la casa de la mirada. Mirar no para recoger imágenes bonitas, sino para ver con la claridad que transforma. Mirar mucho. Mirar donde nadie mira, o donde olvidaste mirar por cansancio. Porque la mirada, cuando es fiel, no condena al mundo, lo invita a asomarse a la verdad: la verdad de nuestra fragilidad que, sin embargo, contiene la potencia de la gracia. En esa mirada que no se rinde, se fragua la capacidad de perdonar, de reconciliar, de escoger la ruta estrecha que lleva a la vida. Y así, cada domingo, encendemos una vela no para llenar de luz un vacío, sino para recordar que la luz ya está, esperando en la frontera de cada amanecer.

Este Adviento no es un calendario, sino un camino de domingos que se alargan como una promesa que se repite y se profundiza. Cada vela encendida es una memoria que se levanta: de aquellos que nos enseñaron a creer, de aquellos que nos mostraron el valor de la paciencia, de aquel niño que supo mirar al mundo con asombro. Se enciende una vela para cada una de las estaciones del corazón: la justicia que cuestiona, la compasión que abraza, la humildad que acoge, la esperanza que sostiene. Y cuando las sombras se alargan, la llama no se apaga; se ajusta, se fija, se transforma en brújula para el camino.

A la espera de tu llegada, Adviento, yo te digo: estoy aquí, con mis dudas y con mi fe, con mis ritmos cansados y mis pulsos sorprendidos por la gracia. Esperaré por ti, y esperar contigo se vuelve oficio de vida. No para apresurarte, sino para aprender a discernir tus signos en lo cotidiano: en la risa de un niño, en la frase sencilla de un viejo que conserva la memoria, en la música que surge como un suspiro de la creación. Esperaré contigo, atento y expectante, paciente y caminante. Porque la espera bien vivida no es pasividad, es una forma de apertura: abrir la puerta de la casa interior para que entre lo que todavía no vemos, para que se revele lo que ya está.

Y cuando la jornada se haga dura, cuando el cansancio pese como una piedra, te invito, Adviento, a que traigas contigo a María como compañera, nuestra dulce consejera. Que su silencio, que su fe, que su confianza en el misterio nos enseñe a sostener la esperanza con ternura. Que José, hombre de oficio y de sueño, nos muestre que la obra de la fe no es especialidad de unos pocos, sino oficio cotidiano: creer, obrar, esperar, sostener. Porque en la simplicidad de lo pequeño se revela la grandeza de lo eterno.

Adviento, año de la esperanza, también es un llamado a mirar la realidad desde la hondura de la misericordia. Mirar la vida de los otros: a los pobres que caminan con nosotros, a los que no tienen voz, a los que están aferrados a la memoria de la pérdida. Nuestra mirada no puede quedarse en la curiosidad; debe convertirse en una acción que alivia, que acompaña, que transforma. La ruta que se propone no es un mero itinerario espiritual, sino un viaje de compasión que se traduce en gestos concretos: una palabra que sane, una mano que sostenga, una mesa que se abra.

El Hijo, que quiere encarnarse, busca un vientre que esté dispuesto a acoger lo desconocido y a permitir que la vida recorra la casa. No llega a una casa llena de certezas, sino a una casa que escucha, que espera, que se abre a lo misterioso. En ese proceso de encarnación, la fe no es una idea que se sostiene en la cabeza, sino una presencia que se vive en las manos: laboriosa, concreta, tendida hacia los otros. Buscar una playa en espera ante el mar infinito para hacerse ola es una imagen que nos dirige a la humildad de dejarse mover por la gracia: no reclamar la ola para mí, sino permitir que la ola sea para el mundo.

Adviento es también la disciplina de un camino que aprendemos a caminar con nosotros mismos: aceptar la duda como parte del viaje, llorar alguna lágrima que se nos escapa y dejar que esa lágrima se convierta en una lámpara que alumbra el interior. Buscar una ruta clandestina por el agua y el desierto no para evadir la realidad, sino para descubrir, en lo improbable, el lugar donde la vida resiste, nace y se ofrece.

Y si la ruta de la vida se revela como una música que se entrelaza con las voces de quienes nos rodean, entonces el Adviento se llena de voces: de aquellos que bendicen con su presencia la fragilidad de otros, de quienes, sin palabras, sostienen la esperanza con gestos. En la quietud de la oración, en el ruido de la ciudad, en el ritmo del trabajo y en la pausa de la noche, escuchamos la promesa que no se impone, sino que se invita: ven, y no tardes tanto, porque el cansancio nos llama a descansar en la luz que ya brilla.

Así, Adviento, año de la esperanza, te recibimos como quien recibe un don que pide respuesta: una respuesta de vida. Cantamos con la esperanza de que lo que nace en Belén no se quede allí, sino que se vuelva presencia en cada casa, en cada calle, en cada mesa compartida. Que la Navidad que se acerca no sea solo una fecha, sino una transformación: la que nos hace ver a los demás con ojos nuevos, la que nos llama a vivir la ruta de la justicia, la paz y la bondad que no pierde su camino ante la adversidad.

Y cuando finalmente cuenten los días y las luces se simplifiquen en un solo brillo, que nuestro corazón esté ya preparado para la gran señal: la de la carne que se acerca, la de la esperanza que se encarna, la de un amor que no se rinde. Porque Adviento es, en su esencia, la primavera de la fe: una promesa que se desvela, un verano que se anticipa, un otoño que se prepara para la cosecha. Es la historia de un camino que comienza en la humildad de un pesebre y llega hasta la altura de una promesa que se cumple en el mundo entero.

Ven, Adviento, con tu ritmo paciente. Llévanos a Belén, no como peregrinos cansados que buscan consuelo, sino como buscadores que aceptan la sorpresa de lo revelado. Y que, en ese encuentro, descubramos que la verdadera espera no consiste en que Dios se nos muestre a nuestra manera, sino en que nuestra vida se ajuste a la suya: una vida que se dona, que perdona, que comparte, que ama. Así, caminaremos juntos, hacia la luz que no se apaga, hacia la verdad que libera, hacia la vida que da sentido. Y el mundo, al mirarnos, sabrá que no estamos solos: estamos convocados por la esperanza que no defrauda, por el amor que se encarna, por la paz que llega. ¡ Bienvenido… Adviento de la esperanza!

 

Equipo general de comunicaciones,TC